Para leer GRANDES FRAGMENTOS: HOY EDUARDO GALEANO
De Las Venas Abiertas de América Latina
Por Eduardo Galeano
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta.
Al cabo de unas horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay.
Fumamos.
Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo.
Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás, de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil.
Ahora venía la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. «Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes.»
Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habitantes del país que era, hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur.
Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados.
Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio.
No dejaron piedra sobre piedra, ni habitantes varones entre los escombros.
Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la casa Baring Brothers y la banca Rothschild, en empréstitos con, intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores".
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado.
El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814–1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido.
El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba el lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino.
Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había, conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del Río de la Plata.
Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción.
No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia.
No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay «no hay niño que no sepa leer y escribir...»
Era también el único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar.
El comercio exterior no constituía el eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo.
El exterminio de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento.
Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora.
Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva.
Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas.
La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado.
El país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo.
El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa.
La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero.
El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios.
El excedente económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los servicios de fletes y seguros.
La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país producía.
El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y cultivarlas en forma permanente y sin el derecho de venderlas.
Había, además, sesenta y cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente.
Las obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante a la elevación de la productividad agrícola.
Se rescató la tradición indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este proceso creador.
El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina.
El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos.
El país más progresista de América Latina construía su futuro sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre.
Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la reclusión.
El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar el oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías.
Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado oligárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.
El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton; participó considerablemente en los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose al lado del presidente Bartolomé Mitre.
Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentino–brasileño y selló la suerte de Paraguay. Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento.
El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la garganta de su país acorralado por la geografía y los enemigos.
El historiador liberal Efraím Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó frente a Brasil simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano de una de sus hijas.
La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido.
La prensa de Buenos Aires llamaba «Atila de América» al presidente paraguayo López: «Hay que matarlo como a un reptil», clamaban los editoriales.
En septiembre de 1864, Thornton envió a Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción.
Describía a Paraguay como Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura.
Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el valor...»
En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente «ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas», y anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión pública en una causa justa».
El tratado con Brasil y Uruguay se firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la publicidad un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se repartían anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido.
Argentina se aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el oeste de sus fronteras.
A Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses.
Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río Paraguay.
El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado.
Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos.
En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva.
Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes.
Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «¡Muero con mi patria!», y era verdad. Paraguay moría con él.
Antes, López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte.
Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron.
Paraguay tenía, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870.
Era el triunfo de la civilización.
Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura.
El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud.
La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: «Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida».
Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas.
Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas.
Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre.
Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde los tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro.
A principios del siglo XIX, habían sido claras las instrucciones de Canníng al embajador, Lord Strangford: «Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del Sur».
Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había pronunciado un inflamado discurso: «¿Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital inglés!».
Del Paraguay derrotado no sólo desapareció la población: también las tarifas aduaneras. los hornos de fundición, los ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica v vastas zonas de su territorio.
Los vencedores implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio.
Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los yerbatales, los edificios de las escuelas.
Sucesivos gobiernos títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación.
No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto.
Su valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres millones.
La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de introducir libremente la droga en el territorio chino.
También la libertad de comercio fue garantizada por Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la producción textil; la industria nacional no resucitó nunca.
(...)
La triple Alianza sigue siendo todo un éxito.
Los hornos de la fundación de Ibycuí, donde se forjaron los cañones que defendieron a la patria invadida, se erguían en un paraje que ahora se llama Mina-cué -que en guaraní significa -Fue mina.
Allí, entre pantanos y manquitos, junto a los restos de un muro derruido, yace todavía la bese de la chimenea que los invasores volaron, hace un siglo, con dinamita, y pueden verse los pedazos de hierro podrido de las instalaciones deshechas.
Viven, en la zona, unos, pocos campesinos en harapos, que ni siquiera saben cuál fue la guerra que destruyó todo eso.
Sin embargo, ellos dicen que en ciertas noches se escuchan, allí, voces de máquina y truenos de martillos, estampidos de cañones y alaridos de soldados.
EG/