La Expresividad del cuerpo Y la divergencia de la medicina griega y china. SHIGEHISA KURIYAMA
El cuerpo del conocimiento - El conocimiento del cuerpo
Expresividad del cuerpo
Un pulso herido
A veces se establecen conexiones inesperadas entre lo más bajo y lo más elevado. En una ocasión, un poeta místico se conmovió hasta el éxtasis al oír el sonido rítmico de un martillo usado por un herrero. Hay quien sabe sentir en los ritmos de la vida diaria algo más que aquello que se ve. Por eso la medicina occidental se centra en lo visible del cuerpo mientras la oriental lo usa para escrutar todo el halo vital de ese mismo cuerpo.
Menchu Gutiérrez
BABELIA - 03-06-2006
Desde los albores de la medicina, la mirada china y la mirada griega partieron de ángulos radicalmente distintos
Lo que en Occidente se representa tradicionalmente como un complejo entramado de músculos -el mapa del cuerpo humano-, en Oriente queda reducido a una serie de enigmáticos puntos que se distribuyen a lo largo de esa misma figura. La primera representación es un esfuerzo por desmenuzar la realidad visible, la segunda apela a una realidad invisible: la energía del cuerpo. Desde los albores de la medicina, la mirada china y la mirada griega partieron de ángulos radicalmente distintos. No sólo el cuerpo se "veía" de manera diferente, se "sentía" también de manera distinta. Como nos cuenta Shigehisa Kuriyama, en su interesantísimo libro La expresividad del cuerpo, cuando Galeno aplicaba sus dedos a la muñeca de un paciente sentía que la arteria "latía", y ese latir de la arteria era una consecuencia del movimiento de contracción y de dilatación del corazón, nada más.
Sin embargo, cuando el médico chino aplicaba sus dedos a distintos puntos de la muñeca, y diagnosticaba sobre el estómago, sobre los riñones o el bazo, entraba en contacto no sólo con la realidad de la sangre sino con el hálito vital del cuerpo. Los médicos occidentales "adiestraban" los dedos en el tacto para tomar el pulso; el mo chino -como se llama el diálogo entre los dedos y los puntos de la arteria presionada- no era el pulso occidental, y además de informar sobre el corazón, hablaba de una realidad que trascendía la inmediatez del tacto.
Los médicos chinos se dan cuenta de la insuficiencia de las palabras para expresar lo que sienten; lo que sienten pertenece a un reino distinto al de las palabras: "Los principios de los mo son misteriosos y difíciles de aclarar. Lo que mi mente comprende, mi boca no puede transmitirlo", escribía el médico Xu Shuwei. Y así, igual que sucede en la mística, nace el lenguaje poético, para decir lo que no puede decirse. Porque sólo poesía son estas descripciones del mo del médico Li Zhizhen: "El mo flotante es como una sutil brisa que sopla por el plumón de la espalda de un pájaro [...] Silencioso y susurrante, como la caída de las hojas de los olmos, como la madera flotando en el agua, como las capas de la cebolla enrolladas ligeramente entre los dedos". Cuando los pulmones vacilan, el mo se siente "suspendido, y se tiene la sensación de acariciar la pluma de un gallo". Cuando fallan y la muerte se acerca, el mo recuerda a "las plumas empujadas por el viento". El lenguaje poético se introduce en la medicina para hablar de lo invisible, para expresar una realidad que nada tiene que ver con las palabras, convirtiendo los "ríos de la tierra" en "arroyos de sangre", creando la poética del macrocosmos y el microcosmos. Igual que el lenguaje poético de la música. Huyendo de la oscuridad de las palabras, en el siglo XVI, el músico polaco Josephus Struthius recurrió a las notas musicales para comunicar las vaciaciones de ritmo del pulso. Un siglo más tarde, Samuel Hafenreffer y Athanasius Kircher llevaron esta iniciativa aún más lejos y tradujeron los pulsos principales a música. "El pulso es de naturaleza musical", ya había dicho Aviden en la Edad Media.
Si hay un instrumento musical que sepa hablar del interior del cuerpo, de los latidos del corazón, del trasiego de la sangre en las arterias y de la relación de ese órgano con el espacio, de la sonda que la música lanza para palpar a su vez los latidos del espacio, ése es la tabla india. Formado por dos pequeños timbales, este instrumento de percusión puede tocarse con la palma de la mano, con los dedos, o arrastrando la muñeca por el parche de piel, produciendo expresiones de una variedad infinita. Su sonido parece el resultado de un cruce entre distintos órganos humanos. Quizá sea un órgano más que el hombre ha inventado para relacionarse con las realidades invisibles; quizá todos los instrumentos musicales finalmente sean eso.
Cuando el gran tablista Latif Ahmed Khan, en una reciente e imprescindible grabación, recorre los distintos ritmos de la música clásica india, lo que está haciendo es abandonar su corazón, tomar el pulso al universo, tender un puente entre su pulso interno y el pulso del espacio que le rodea.
Se dice que el gran poeta y místico del siglo XIII, Yalal ud-Din Rumi, el creador de la samá, la danza de los derviches giróvagos, bailaba cierto día en una calle de la ciudad de Konya, cerca de una herrería, cuando, de pronto, llegó a él el sonido rítmico del martillo del herrero que percutía en una lámina de plata. La profundidad de este sonido conmovió a Rumi de tal modo que pasó largo tiempo escuchándolo ante la tienda en verdadero éxtasis; conmovido, el herrero, de nombre Salah ud-Din Zarkob, quien se convertiría inmediatamente después en su discípulo, pasó horas golpeando su martillo, mientras Rumi le dedicaba cantos de alabanza.
¿Qué oyó Rumi en aquel rítmico martilleo? Podría decirse que el martillo marcaba el ritmo del movimiento cósmico, que el herrero actuaba como un médium entre la sangre de Rumi y la sangre del universo, una sangre invisible, sangre sonora; que lo que oía era, de nuevo, como en la tabla de Khan, el pulso del universo.
El mesmérico sonido del martillo en el yunque acompaña a la voz desnuda del cantaor en ese emocionante palo flamenco que es el Martinete, la voz lastimosa, casi monocorde que se desgarra en un largo quejío final. El dolor humano se proyecta en un latente y frío espacio. Como en el calor y el frío que conviven en el fuego y el metal de la fragua.
"¿Por qué mi alma no alberga estas aprehensiones, estos presagios, estas alteraciones, estos celos, estas sospechas de un pecado del mismo modo que mi cuerpo de una enfermedad? ¿Por qué no hay siempre un pulso en mi alma que pueda latir al aproximarse la tentación de pecar?...
Enfermo de pecado, estoy postrado y encamado, sepultado y putrefacto en la práctica del pecado y todo ello mientras carezco de presagios, de pulso, de sensación de padecimiento", citaba Kuriyama al poeta John Donne en el comienzo de su libro.
Carecer de "presagios", de "pulso", de ese órgano que palpa en la oscuridad.
Escribía Federico García Lorca en el Poema doble del Lago Eden: "porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja / pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado". Quizá nadie haya escrito una definición más profunda de ese órgano poético: "un pulso herido que sonda las cosas del otro lado".
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Oscar Ojea dice:
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